El último cigarrillo
¿Alguna vez os habéis parado a pensar que nadie cuenta nunca cómo fue su último cigarrillo? No, no me refiero a lo que le costó dejarlo ni a la pasta que se le escurrió en parches de nicotina y chupa-chups. Estoy hablando de cómo fue ese cigarrillo en concreto, el último. El punto cero en el que dices “se acabó, ya no habrá más”.
Porque lo que sobran son historias acerca del primero, estoy convencido, aunque ninguna de ellas valga gran cosa. Yo no voy a deciros que la mía, desde luego, sea la excepción, pero de todos modos aquí va: porque todo final tiene que tener un principio.
Creo que cuando empecé todavía no había cumplido los trece. Podéis escandalizaros si queréis, pero me parecería una estupidez. Yo crecí en un circo, mis padres eran acróbatas. Ese era un mundo muy diferente al vuestro. En cualquier caso, no temáis por mi inocencia: el tabaco es el único vicio en el que fui precoz.
Fue durante un viaje en tren, supongo que durante la última gira nacional, la del otoño antes de Gotham. Estaría haciendo, como siempre, alguna tontería para Marjorie, la pecosa hija del director de escena, no recuerdo bien el qué. El caso es que empezó a perseguirme y así, a la carrera, acabamos en el vagón restaurante. Ahí casi nos dimos de chocamos con Ralph, el hermano mayor de Marjorie. Sólo nos sacaba un año, pero aun así empezó a amenazarnos con patearnos el culo hasta Nueva York si le decíamos algo a su padre. A Marjorie esas bravatas no le impresionaban ni lo más mínimo. Era todo un carácter a su edad, ya me entendéis.
–Si quieres que cerremos el pico más vale que nos des uno a mí y otro a Richard.
Richard me llamaba siempre, nunca Dick. Ni, gracias a Dios, Dicky. Me molestaba un poco, sí, que no usara el diminutivo, pero no hubiera soportado que riera de mí. En el fondo, ahora lo sé, fue mi primer amor: supongo que ahí viene mi debilidad por las pelirrojas.
Lo cierto es que nunca supe muy bien qué fue de ella, después de lo de mis padres. Me telefoneó, me estuvo escribiendo durante casi medio año, pero ni siquiera me molesté en contestar. Tampoco le devolví ninguna llamada. Es normal que se acabara cansando, no podría culparla, pero es que los remites de Washington, Metrópolis, Central, Chicago no tenían ningún significado para mí. Era como si hubieran cortado mi vida en dos con una espada de hielo y la mitad que dejaba atrás –el circo, mis amigos, mis padres, toda mi infancia– sólo fuera un eco sordo, adormecido por debajo del muñón.
Sin embargo, aquella noche, la de mi último cigarrillo, sí estaba pensando en Marjorie. Acurrucado entre los arbustos, cerca del único árbol del jardín que rodeaba la Mansión, mientras jugueteaba nervioso entre calada y calada con las cerillas que acababa de robarle a Alfred. Era una chiquillada, él seguramente ni se habría dado cuenta, igual que tampoco había descubierto el escondite del tabaco, pero de repente volvía a sentirme culpable. Aunque no era la misma culpa que las otras veces. Esto era peor. Ya no se trataba de mis padres, sino de los demás. Les estaba fallando a todos. Empezando por Bruce, sobre todo por él.
Al principio, lo confieso, no me gustó. No entendía que iba a querer de mí aquel imbécil millonario que salía en las revistas siempre medio borracho y rodeado de chicas guapas. Pero no tardé en darme cuenta que eso era sólo una fachada. Parecía un buen tipo, se preocupó de que no me faltara de nada. Respetó mi espacio, ni se le ocurrió lucirme como un mono de feria para que toda la gente bien de esta ciudad viera lo maravillosa persona que era. De verdad creía que podía ayudarme a superar el golpe.
Yo tuve que haber sabido ser más agradecido. Me había abierto la puerta de su casa, me estaba dando una vida como la que cualquier chaval soñaba. Ahora era rico, ¿sabéis? Y, sin embargo, cuando por fin se lo pregunté, porqué se molestaba, y él me contó lo de sus propios padres, sólo se me ocurrió contestarle aquello:
–Ni con todo tu dinero podrás convertirte en los míos.
Le dolió, lo vi en sus ojos, y sé que os va sonar a tópico, pero había algo más en ellos en ellos, algo hasta me asustó. Fue como si se hubiera levantado un velo en ese momento, y detrás sólo hubiera un abismo y una tristeza que estaba mucho más allá de la tristeza. Perdonándome si no se me da muy bien explicarlo, pero es que nunca he vuelto a ver una mirada como aquella –estoy completamente seguro de que ninguno de vosotros tampoco–.
Y creedme cuando os digo que a lo largo de mi vida he visto muchas cosas.
El caso es que Bruce y yo estuvimos cuatro o cinco días sin hablar. En realidad, sencillamente, él se limitó a evitarme. Cenas, fiestas, reuniones de trabajo. No pisó la Mansión. No es que yo tuviera motivos en realidad, pero empecé a sospechar que estaba a punto de darme la patada. Que se había cansado de su huésped quejica e ingrato y que una mañana me despertaría con una maleta y los de Asuntos Sociales esperándome en la puerta. Y todo porque yo no había sido capaz de estrechar la mano que me tendía.
–Soy un estúpido, lo he vuelto a estropear todo. –recuerdo que les dije a las sombras bajo el árbol, mientras arrugaba el paquete de cigarrillos en mi puño. Tenía tantas de golpear a alguien. A cualquiera, a mí mismo.
Entonces, él llegó.
En el primer instante pensé que la noche se había puesto a caminar hacia mí. Luego me di cuenta de que era un efecto de la capa: se comía toda la luz de la pobre luna creciente, reflejándose en aquel jardín bajo la niebla de Gotham.
Casi no necesité ni ver su máscara para saber quién era. Todo el mundo había oído hablar de él. Unos decían que era un loco. Otros, un fraude. Algunos incluso pensaban que era un héroe, yo, con mis catorce años entre ellos. Entendedme, yo era apenas un crío.
Richard Grayson no podía tenerle miedo, Richard Grayson era una también víctima.
Richard Grayson no podía tenerle miedo, Richard Grayson era una también víctima.
Pero cuando se acercó más, cuando sus ojos emergieron de la oscuridad que era su rostro, cuando los reconocí, os juro que temblé como pocas veces he temblado en mi vida. Su cuerpo, cada uno de sus movimientos era distinto. Y aún así, ya no podía engañarme.
–Bruce...
Aunque él no me estaba mirando a mí, sino a lo que llevaba en la mano. Cuando lo recuerdo, no puedo evitar reírme. Fue tan ridículo: el Murciélago me acababa de pillar fumando a escondidas.
En ese momento me quería morir. Él debió notarlo y sonrió, una mueca extraña en su medio rostro descubierto. Y habló, con una voz como nunca le había oído antes. Profunda, cálida. Terrible.
–Tira esa porquería, Dick. Tienes cosas mejores que hacer con tu tiempo. Hay mucho que quieres aprender y hay mucho que quiero enseñarte.
Sobre lo que siguió podéis pensar lo que queráis, por ahora esta historia acaba aquí. No sé muy bien porqué os la he contado. A veces, sencillamente, pesa mucho el silencio. También a alguien como yo, no me importa reconocerlo. Así es como soy. También es mi legado.
Incluso cuando a veces vuelven las ganas de fumar para decirme que, después de tanto tiempo, sigo sin tener remedio.
este, por supuesto, es para Jotace
6 Tu opinión es importante:
el que mas me ha gustado de los que llevas por aquí. Muy directo, me ha encantado
¡muchas gracias!
es que después de tanto reírme del pobre Dick sentía que le debía algo.
Sí, el párrafo final es un poco... spiderman... pero no se me ocurría una frase mejor para cerrarlo.
espero no haberme pasado con la longitud, por cierto.
ahora me voy a ruborizar yo! :D
pero yo también pienso lo mismo que tú, no creas. si te digo la verdad, vuestros cuentos me parecen mejores que los míos (y, desde luego, mucho más variados) lo bueno de escribir aquí es que compartes la experiencia con otra gente y aprendemos unos de otros y cada uno tenemos nuestro propio estilo.
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