sábado, agosto 6

Pesadilla en un Mundo Real


Aún no había conseguido domar sus zapatillas deportivas, que relincharon nerviosas sobre el suelo de espuma. Luces de mil colores cegaban sus ojos. Tambores electrónicos anunciaron el comienzo del ritual. La marcha tribal aumentaba su ritmo y machacaba sus oídos con mensajes subliminales sobre violencia y sexo. Una luz líquida traicionaba su principio natural y ocultaba zonas que debía iluminar. ¿Es cegadora una luz negra?

La melodía de cubos de basura comenzó a tironear con violencia de los títeres de carne, que iniciaron una frenética danza de supuestas connotaciones eróticas. Una virgen contoneó ante él una sugerente variedad de movimientos. Su cortejo cinético evidenciaba el deseo de la joven de dejar de pertenecer a una especie en peligro de extinción. El mercado de la carne demandaba piezas tiernas, y la que tenía ante sí vestía ropas de película porno planchadas por una madre orgullosa.

Destruyó el mundo de la casta con una mirada y emergió con rapidez del mar de niebla coloreada. Ascendió por una escalera invisible hasta el piso superior. En la cúspide del templo, regresiones treintañeras lamían orejas adolescentes con dulces mentiras sobre la belleza y el placer. Entre la carne, su diosa devoraba con besos una ofrenda de niebla.

Se sentó junto a ella porque así debía ser, aunque se sintió quemado como el que roza el cuerpo de un sol. La estrella de rayos oscuros le miró con dos mares azules y preguntó con indiferencia:

-¿Alguna vez deseaste algo que no podías tener y alguien te lo regaló sin pedir nada a cambio?

Él saboreó con los ojos su cuerpo de pantera y supo que con su pregunta, la divinidad se refería a ella misma. Respondió con arrogante seguridad.

-Sólo echo de menos lo que no tengo, no pierdo el tiempo pensando en lo que ya poseo.

La sonrisa de ella era como el filo de un cuchillo templado con el brillo de la luna llena.

-Te concederé ser el humo que escapa por mis labios. Sólo hoy. Sólo esta noche.

Sus dientes mordieron la fresa de carne prometida. Aspiró el último aliento de su cigarro y este la felicitó con un destello. Él la miró, y sólo vio deseo. Mil millones de razones se manifestaron en contra de su decisión, pero sus labios la devoraron envueltos en la nube de un beso tóxico.

El hormiguero celebró la fugaz unión tarareando oraciones canoras que alimentaban su irresponsable concupiscencia. Coleccionaron sonrisas de amantes anónimos que quedaron guardadas en confusos recuerdos de etileno. Cuando el día llegara, presumirían orgullosos de decadencia. Violarían a la primera luz del amanecer e irían a contárselo a sus amigos.

Pesadilla en un Mundo Soñado


La pesadilla corrió con piernas de tinta y notó que su estómago rugía una marcha fúnebre. Destruyó el amor que se profesaban dos enemigos, robó la inspiración a un tirano y ahogó el llanto de un anciano. Tras la actividad se sintió aún más hambrienta y decidió entrar en el supermercado de alimentos caducados. Hurtó unos sabrosos filetes de esperanza que carbonizó con el fuego de su respiración. Tiró a la basura los mejores trozos y bebió cenizas del deseo, que luego orinó sobre la ilusión de un poeta.

La sombra alada rasgó la noche de seda con uñas de metal, e introduciéndose en el agujero, surcó una tempestad de pensamientos en el tiempo en el que se cierra un ojo ciego. Por el trayecto inspiró a un asesino, borró la memoria a un estudiante y susurró “fea” en el oído de una supermodelo. La pesadilla entró en un kiosco y el kiosquero se tragó el chicle que mascaba, pero en realidad era su lengua.

El espectro sombrío creó un trampolín de rumores falsos y saltó desde él sobre la prensa. Nadó entre palabras dictadas por odio hasta encontrar las necrológicas de un periódico del año 45, pero no había ningún cuento entre ellas. El doloroso despertar odiaba leer, por lo que nunca paraba de hacerlo.

La sombra de un sueño buscó entonces un cuento en la sección de contactos de un periódico deportivo. Llevó su dedo entre Monique 19 recién llegada de Francia y Alexia Talla 120, y tras crear un mundo de jabón juntando sus labios ensalivados en brea, leyó la historia en alma alta. Como cualquier deseo olvidado, la pesadilla habló a la vez con tres voces distintas. Una recordaba el susurro del viento en un callejón oscuro, la otra el último murmullo de un moribundo y la última el sonido que hace algo al caer a un abismo.

“El terrón de azúcar amaba a la cucharilla de café más que ninguna otra cosa en el mundo blanco que conocía. Amaba el brillo que despedía, amaba sus curvas, amaba la forma en la que la bebida se deslizaba gota a gota por su cuerpo de acero. El terrón de azúcar sabía que jamás conocería a la cucharilla de café, ya que los terrones se servían con los dedos y no con la cuchara. De modo que el terrón se desintegró grano a grano y esperó a que alguien usara la cucharilla de café para recogerlo. En vez de eso, la gente tiró el terrón defectuoso a la basura. Desde el cubo, el terrón deshecho pudo ver como arrojaban un terrón entero al café. Y pudo ver como la cucharilla de café acariciaba con un sensual bamboleo los granos teñidos de negro hasta esparcirlos por cada rincón de la taza. Al ver esto, el terrón deshecho no concluyó que la ambición destruye los sueños o que por el amor no merece ser pagado un precio tan alto. Simplemente miró a la cucharilla del café e hizo que todos sus granos gritaran “¡¡ZORRA!!””

-¿Se puede odiar si no es a muerte? ¿Se puede amar si no es a muerte?- Preguntó con sus tres voces la pesadilla.

El kiosquero trató de responder, pero en vez de eso expulsó un eructo con sabor a su propia lengua.
La pesadilla sonrió con dientes blancos de niebla. Arrancó el cuento y lo metió por su propio por el ojo para que su cerebro pudiera leerlo por sí mismo. Pagó dejando tres huesos de un cuerpo no nacido sobre el mostrador y desapareció en una nube de carcajadas fingidas. Cuando el reguero de odio se hubo marchado, el kiosquero tuvo la impresión de que nada había ocurrido jamás, salvo su encuentro con la pesadilla.

viernes, agosto 5

In the shell

–Me gustan otro tipo de historias –empezó de nuevo el profesor, nada más darse cuenta de lo que la chica estaba leyendo– Ya sabes a cuáles me refiero. A las que me podrían suceder a mí. Las historias normales.
Ella apartó la vista del librito y enarcó sus finas cejas pelirrojas.
–¿Va a decirme que los mangas no son adecuados para una señorita? Los chicos me tienen ya harta con esas tonterías.
–No se trata de eso, Jean, ya lo sabes. Es, sencillamente, que preferiría que mis estudiantes emplearan su tiempo libre de maneras más provechosas.
El hombre sonrió. Trataba de ser una sonrisa jovial, sí, aunque no había nada detrás. Nada. Los otros no se daban cuenta, a pesar de que ella chocaba una y otra vez contra ese muro.
Sin embargo no se trataba de algo amenazador. Ni siniestro. Por Dios, ella sólo podía quererle después de todo lo que había hecho por cada uno de ellos seis...
La palabra era, sencillamente, espeluznante. La única que se le había ocurrido: espeluznante en el sentido en que la tristeza puede ser completamente espeluznante. Le recordaba a cada minuto algo en lo que tal vez ella llegaría a convertirse.
Lo peor era que Xavier era plenamente consciente de todo esto. Él sí que leía su mente.
–Lamento contradecirle, pero creo que Masamune Shirow es bastante provechoso para mí.
–Ya no eres una niña, Jean.
–Esto no es para niños.
Intentó retener la leve punzada de irritación, pero no fue capaz. Se sintió casi frustrada. Ridícula. Ni siquiera acertaba a controlar algo tan nimio. Aunque el profesor lo obvió. Siempre decía que el mero hecho de intentarlo ya le parecía suficiente.
–Está bien, Jean. Supongo que debería confiar más en vuestro criterio.
La sonrisa fantasma seguía ahí cuando la silla de ruedas se acercó. Por un segundo notó en la yema de sus dedos el tacto de la goma rugosa, pero eso tampoco significaba gran cosa. Sinestesias, lo llamaba el profesor. Telepatía al nivel más primitivo. En ocasiones lograba mover cosas: cuadrod, sillas. Hasta se divertía cambiando de sitio los muebles de la habitación de Scott. No hacía mucho más.
Y aún así, había tanta gente ahí fuera que no dejaba de considerala un monstruo...
–En cinco minutos empieza la sesión de entrenamiento. ¿Me acompañas?
Jean dejó el manoseado ejemplar Ghost in the Shell sobre la mesita y se levantó con obediente agilidad. En realidad, Xavier no necesitaba que nadie le empujara la silla. Bromeaba diciendo que tenía unos brazos bien fuertes para compensar. Pero a ella se lo permitía. Les hacía las cosas más fáciles a los dos.
A pesar de que Jean no terminaría nunca de acostumbrarse a esa sonrisa, estaba convencida de ello. Por mucho que, poco a poco, lo fuera intentando.
–¿Sabe una cosa, profesor? A veces creo que su problema es que de pequeño no le regalaban cómics.

Primer relato en "Firma Invitada"

Johan Rosario, escritor y articulista en varios medios escritos, inaugura la sección de "Firma Invitada".

No tenéis mas que pinchar en http://firmainvitada.blogspot.com

Nunca Jamás


Su mirada, tierna y dulce, entendía la mentira de su vida. Tantas noches buscando su hada particular, sin encontrarla... Rendirse era el camino adecuado, le decían.

- Crece, no te aferres al pasado.

El pasado; No estaba tan lejos, pero la distancia se le hacía eterna. Madurar es lo correcto; Primero Wendy; Quería ver mundo. ¡Ja! ¿Mas mundo que aquel?, luego el resto de la banda.

Un día, Garfio se despidió de él.

- No merece la pena, Peter. ¿Por qué no vuelves conmigo? Podemos seguir viéndonos.
- Gracias, Capitán. Prefiero buscarla.

“Buscarla”. Los primeros días no se preocupó; Campanilla iba y venía y no veía por qué en esa ocasión podía ser distinto. Pero lo fue. La buscaron por todos los rincones de “Nunca Jamás”…Nada, ni rastro de la pequeña hada. Sin ella, todo se hizo más aburrido; Se terminó el volar y con el tiempo a él mismo se le terminaron por secar las lágrimas. Su amiga, su mejor amiga, simplemente, se esfumó.

Nunca Jamás dejó de reír y sus habitantes, todos humanos menos la risueña Campanilla, poco a poco regresaron a su mundo. Peter no. No podía dejar de creer en ella. Si lo hacía moriría. No abandonaría nunca, o eso pensaba al menos.

- No te tortures, Peter, seguramente ya está muerta - Michael y John intentaban hacerle entrar en razón.

Las garras del mundo adulto son afiladas y terminaron por atraparlo. Una jornada de nueve a siete, sin mas ambición que su jefe no le obligara hacer horas extras. Luego, buscar a una chica,

- Wendy es perfecta, y te quiere.

Y era perfecta…pero para no para él. Ella buscaba un marido para sus hijos y él quería correr aventuras sin fin, luchar contra piratas y monstruos inimaginables.

Con cincuenta años, queda poco tiempo para arrepentirse, pero él lo hacía día tras día. No recordaba el camino para regresar a Nunca Jamás, y empezaba a dudar que hubiera existido de verdad.

- Eran juegos de niños, Peter. ¿No creeras todavía en hadas, verdad?

No debería, pero seguía haciéndolo. Campanilla seguía existiendo en su corazón. Eso era suficiente para un cincuentón, soltero y barrigudo.

- ¿Sigues creyendo en hadas? – la voz era inconfundible, ¡Era ella!- ¡Ven conmigo!.

Peter Pan, el niño sin sombra, flotaba en el aire. Su cuerpo, poco a poco recordaba como moverse. Campanilla, le abría el camino de regreso a “El País de Nunca Jamás”.

Allí estaban todos, Wendy, los chicos, Garfio …¿Cómo era posible aquello?. Aterrizó y se dejó caer en la hierba.

- Yo no me olvidé de ti, Peter.
- Ni yo de ti, Campanilla.
- Ahora duerme, mi dulce niño….

Algunos no se sorprendieron cuando les llegó la noticia: Peter Pan, se había suicidado, saltando por la ventana.

- Siempre creyó en hadas…Supongo que el mundo era demasiado para él.

jueves, agosto 4

¡INVASIÓN!


- ¿Cuántos son?- preguntaba el General asustado.
- Miles, quizá millones- respondió el soldado.

Nadie sabía de donde habían llegado, pero lo cierto es que, les pilló por sorpresa. Frente al pequeño ejército que pudieron reunir, una legión de marcianos, acompañados de cientos de naves y otros artefactos, se preparaban para el ataque.

El General, hacía una última inspección de sus tropas. No eran los más indicados para frenar la invasión pero no había tiempo de buscar refuerzos.
- ¿Por qué sonríen?- preguntaba su ayudante.
- Supongo que pensarán que es pan comido – respondió con resignación.

Sin previo aviso, comenzó el ataque; Aquellos humanos, poco podían hacer contra tan formidable fuerza de combate.
- ¡Han acabado con la caballería!- Gritaba algún soldado.

“Esto es el fín” pensaba el General rodeado de los últimos guerreros. Aguantaban la posición, aún a sabiendas que poco podían hacer sus espadas.

- ¡Se retiran, se retiran!- La sorpresa inicial se transformó en júbilo.

El General, sonreía satisfecho. Habían salvado a la Tierra una vez más.

- Mañana seguimos, se me ha hecho tarde – dijo Calvin recogiendo a su ejército de marcianos del “todo a Cien”.Vale, pero no vale utilizar naves. Y la próxima vez me pido invadirte yo- respondió Carlitos, frustrado por haber perdido otra vez.

miércoles, agosto 3

SOLEDAD


- ¿Todo bien?
- No os preocupéis por mí.
- Un beso, en cuanto pueda voy a verte.

Luis colgó el teléfono cuando dejó de escuchar la voz de su hija. “En cuanto pueda voy a verte”, la misma frase de los últimos seis meses. La primera que la escuchó, estuvo días enteros frente a la ventana de su habitación, esperando. Las otras...sólo eran recordatorio del tiempo transcurrido entre llamada y llamada.

La Residencia no estaba mal; Una habitación para él solo, atención las veinticuatro horas, él mismo la eligió. El piso de su hija se quedaba pequeño y su yerno se lo recordaba a cada momento. El último verano con ellos se lo dejó bien claro: Ellos se iban a París y “El Abuelo” era un estorbo. Ya no podía quedarse en casa sólo y querían unas vacaciones tranquilas. Eso le dijeron y prefirió irse por su propio pie antes de que un día, fueran ellos los que dieran el paso.

Al principio le visitaban todas las semanas. Luego se espaciaron. Siempre había una buena excusa: “El niño compite en un torneo”, “Salimos fuera”...Nunca se quejó, ¿Para qué?.

Ahora ya ni siquiera buscaban disculpas. Una llamada diciendo “Te quiero” era suficiente para ellos, pero no para él.
Una lágrima recorrió su mejilla cuando su corazón dejó de latir. Muy a su pesar, aquella tarde su familia debería visitarle, pero él ya no esperaría en la ventana.

martes, agosto 2

El Ángel Caido


- ¿No tienes miedo?- preguntó Aarón nervioso.
- No, ¿Por qué debería tenerlo?- respondió Ezequiel – Somos Ángeles y se supone que podemos volar.
- Ya, pero...¿Tu has mirado donde queda el suelo? – Debe haber mas de un kilómetro.
- ¿Para qué te han dado las alas?. Sólo tienes que moverlas. ¡Mira!.

Ezequiel abatía sus alas lentamente, acariciando el aire. Se habían alejado hasta la frontera del cielo y, encaramados al muro, observaban la última creación de su Dios, la Tierra.
- ¿Y dices que abajo ha creado el Hacedor nuevas criaturas?- Aarón buscaba con su mirada alguna prueba de la existencia de a lo que llamaban humanos.
- No estaríamos aquí si no lo creyera, ¿No?. ¡Vamos!; Bajemos para comprobarlo.

La figura de Ezequiel se alejaba velozmente; No quería parecer cobarde, pero aquello era una locura. Haciendo acopio de valor, cerró los ojos y se dejó caer.

Sus alas no conseguían reunir la suficiente fuerza para mantenerle en el aire.
- ¡Ezquiel!- gritó asustado al pasar al lado de su amigo.

Aarón paró a menos de un centímetro del suelo. Su amigo, le sujetaba por una sola pluma. Muy poco para evitar lo inevitable.

- ¡Si tocas el suelo perderás las alas y nunca volverás al cielo!- Ezequiel notaba como su presa se escapaba por momentos.
- No me..

El pesado Ángel notó por primera vez la textura de la tierra. Era muy diferente a como lo había imaginado. Absorto, caminó hasta un árbol cercano. Ni siquiera escuchaba ya a su amigo;

- ¡Aarón!, ¡Tus alas!.

El suelo aparecía cubierto de plumas que cubrían como un manto acolchado, las pisadas de Aarón.

Poco a poco, la voz de su amigo se silenció. Había dejado de pertenecer al cielo y le estaba vedado comunicarse con sus habitantes. No era humano y no pertenecía al nuevo reino, pero se sentía cómodo allí.

No sentía agotamiento, pero al llegar hasta un lugar de exuberante vegetación, hizo un alto en su camino y buscó acomodo en un pequeño claro. Una voz, extraña, que atravesaba sus oídos, se acercaba. Al cabo de unos minutos, ante él, una extraña figura, desnuda, se presentó.
- ¿Quién eres?- preguntaba con voz tímida – Yo soy Eva.

Dudo unos segundos antes de responder; Ya no era un Ángel y no recordaba su nombre. Eso le incomodó; ¿Quién era él?.

- No lo recuerdo....¿Satanás está bien?
- Umm...Me gusta – respondió la hermosa criatura.

Varsovia

Se había apartado de la columna unos metros para contemplar mejor desde la altura de la colina los escombros de Varsovia. El sargento le siguió:
–¿Esta es la misma ciudad que conociste? –chapurreó en un basto alemán, pero el chico no hizo siquiera el esfuerzo de ignorarle. Permaneció allí, al borde de un terraplén embarrado, dejando que la húmeda brisa del crepúsculo se engarfiase en sus ojos.
La lluvia había borrado el rastro de las últimas fogatas, mientras los faros de camiones del Ejército Rojo iban dibujando la carretera como un enorme gusano eléctrico.
El sargento puso delante de sus narices una arrugada cajetilla de tabaco. Él la rechazó con un cabeceo, pero aun así, sin saber porqué, esbozó en su rostro algo parecido a una sonrisa de gratitud.
–¿Cómo te llamas, chaval?
Era un hombre bajito, casi de su misma altura y eso que él sólo tenía dieciséis años. Aunque le había visto luchar cuando el comando atacó el búnker. Sí, oh sí, era fuerte. Eso era, al final, lo único que contaba.
–Eric. Me mi nombre es Eric. –Suponía que sus clases de inglés se habrían desdibujado durante los dos años de cautiverio, pero vio una expresión de amable sorpresa en el rostro del tipo. Esto haría más fácil las cosas. –¿Y el tuyo?
El vozarrón del Coronel fue la única respuesta. Acababa de regresar de la avanzada.
–Sargento Logan, deje el palique para luego y prepárese para ponernos en marcha. No sé qué coño habrá pasado con los de arriba, pero estos jodidos soviéticos no quieren dejarnos entrar en la ciudad. –Señaló a los hombres que trataban de recuperarse de la marcha acurrucados a los lados del camino. Auténticos andrajos, fantasmas, todavía una semana después de su liberación de manos de los doctores nazis. El militar no supo disimular un mohín de repugnancia. –Encárguese de espabilar a estos engendros. Tendrán que caminar toda la noche.
El hombre apretó las mandíbulas y cerró los puños, extrañamente rígidos desde las muñecas. Por un momento pareció que iba a abalanzarse sobre su superior.
Sin embargo, simplemente agachó la cabeza y cruzó sus ojos con el muchacho una leve mirada, a modo de disculpa.
–Ya habrá otra ocasión para conocernos mejor, Eric –Su voz sonaba muy diferente en inglés. Él no sabría decir en qué. Quizá más profunda, quizá más cansada. Un raro acento la distinguía de las de los compañeros.
Cuando le vio alejarse unos pasos, instintivamente, metió la mano en su bolsillo y acarició la cuchara. Sintió el tacto rugoso del metal calentado por su cuerpo. Esta vez logró retorcerlo sin tener apenas que concentrarse.
La columna empezaba a moverse entre los gritos de los americanos. Alguien le llamó. Eric sólo tuvo un segundo para despedirse de Varsovia.
¿Es esta la misma ciudad que conociste?
No. Desde luego que no.
Aunque era la primera de las ciudades a las que nunca perdonaría.

lunes, agosto 1

Dunas

Hola a todos, soy Juanjo, y los que me conocéis sabréis que escribo en Zona Negativa.
Este es mi primer post en este blog, y consiste en un pequeño relato titulado Dunas. Ahí os lo pongo:

Dunas.

En el desierto la visión se transforma en borrosa cuando el Sol se encuentra en el cenit de su trayectoria diaria. El horizonte queda dividido por una tenue franja imaginaria que separa el tranquilo azul del cielo del ardiente tono anaranjado de la arena de las dunas.

El grupo de hombres avanzaba según el ritmo que marcaba la marcha de sus dromedarios. Tan solo el par que iba a lomos de sendos camellos se movían más velozmente y obtenían un liviano suspiro del aire que se agitaba a su paso.

Tras varias horas de forzar a sus animales a continuar avanzando en la misma dirección, el grupo de doce hombres desistió en su empeño de prolongar la carrera que les debía llevar a algún lugar reconocible.

Se detuvieron en seco, podría decirse que con cierta violencia, fruto sin lugar a dudas de la frustración que les producía el pensamiento de que a pesar de su habilidad y experiencia adquirida con los años, se había perdido en medio de la nada.
Hasta que el más anciano de ellos no bajó de su camello, el resto no se atrevió a poner un pie en el suelo.

Finalmente se reunieron todos frente al fuego de una hoguera improvisada con algunos palos y pieles que llevaban entre sus pertenencias.
El anciano líder les pidió que degustasen lentamente los alimentos que estaban tomando porque tal vez esa noche fuese la última que pudiesen probarlos en mucho tiempo.

Con la elegancia vertiginosa de su lengua árabe, el anciano se acurrucó en el hoyo que había formado su peso bajo sí y les transmitió lo siguiente:

-Pronto nos desharemos de nuestro orgullo y suplicaremos.
Nos arrodillaremos y le pediremos al Guardián que no se nos lleve con él al otro lado. Si es necesario admitiremos nuestra culpa y maldeciremos el momento en el que profanamos El Templo de las Lenguas Doradas del que es custodio. Pero no podemos dejar que cumpla con su labor y nos arrastre a la tierra del olvido, porque allí nuestras almas se pudrirán en la vigilia, y no habrá descanso que nos espere ni este ni el tiempo que Alá ha de traer.

Así que os lo advierto, mostraos sumisos y penitentes ante él y puede que cuando se alce el Sol salgamos airosos de esta noche fría que nos arroja arena sobre los hombros.

Ahora dormid lo que podáis, el Djinn se acerca, pero no tan raudamente como los más jóvenes creéis.
Aunque al principio ninguno pensó que le resultaría sencillo conciliar el sueño, el cansancio acumulado y el calor residual de la hoguera, unidos al confort del turbante y la especia de aljuba que vestían bajo las túnicas fueron suficientes para adormecerles.

El silencio de esa noche era inusual, porque ajeno al rumor de los insectos y del devenir climatológico, poseía un halo de perpetuidad que al escucharlo invadía los oídos de un vacío resonante.

Un breve momento después, una serie de remolinos danzantes se iniciaron súbitamente alrededor del campamento hasta hacer de él una cárcel con rejas de viento y polvo.
Aún habiendo nacido como minúsculos ciclones, ínfimos y prematuros, evolucionaron en torres etéreas de gran altitud, que chillaban sin cesar con silbidos desagradables.

Los hombres, incómodos y atontados, se despertaron con nerviosismo y una dosis de adrenalina avivada por su creciente miedo. Estaban atrapados por las fuerzas indomables de la naturaleza, y sus animales huían ya a lo lejos, con parte del equipaje, de las riquezas, enredado en ellos y rebotando al ser arrastrado a trompicones.

Con notable aplomo, el anciano volvió a sentarse en el suelo y se apretó el turbante para contener el sudor que iba recorriendo su frente para llegar al fondo de su rostro.

Desafortunadamente el resto de acompañantes eran jóvenes con más impetuosidad, y no debía confundirse con mayor autoconfianza, a pesar de que adoptaron una actitud desafiante e hicieron mano de sus cimitarras cuando los remolinos se unieron en uno que dio lugar al Djinn que les venía persiguiendo.

-Tratad de actuar con algo más de sabiduría -les aconsejaba el anciano con su talentoso dominio del dialecto bereber. –Él es más antiguo y fuerte que vosotros. Dejad de poner a prueba su furia.

En otras circunstancias hubiesen tomado buena cuenta del consejo, pero con el Djinn cerniéndose sobre ellos, la espada y la superioridad numérica parecían suficientes para otorgarles la victoria de la violencia.

Huelga decir que de ningún modo les bastó. El Djinn exhaló un suspiro remolón y giró en repetidas vueltas, rozando ligeramente a los hombres, pero sin lastimarlos. Se fue constituyendo una nube densa de arena en suspensión, que les envolvió como si de una niebla de la mañana se tratase. La nube palpitó un par de veces, despacio, controladamente, pero aumentando el ritmo. Para cuando se quisieron dar cuenta, la nube se revolvía con ellos dentro, sacudiéndoles como a muñecos de trapo, y rasgándoles a cada palpitación. El baile del sílice les fue desgarrando las ropas y la piel hasta llegar a la carne y devorarla con una gula carnívora hasta dejar los huesos desnudos formando una montaña de miseria que el fósforo hacía resplandecer.

-Os ha devorado la arena de las dunas, y os ha tragado hasta vomitar vuestros huesos exhaustos. Y todo por intentar saciar el hambre de vuestras espadas.
El Djinn de las Dunas no es tan indigno como para huir ante la presencia de metal cual vulgar genio.

De no haberos condenado vosotros por vuestra propia idiotez, os habría arrojado yo mismo un centenar de maldiciones en lenguas que jamás llegaríais a conocer.
Es un deshonor haber malgastado el escaso tiempo que me queda en intentar adoctrinados en algo que vaya más allá de los pechos de una fulana tuareg o el regusto amargo de un cesto de dátiles.
Triste panda de ladrones.

El Djinn terminó de escuchar las palabras del anciano, y le dirigió una mirada condescendiente, y llena de compresión.
El trote del camello que regresaba a lo que quedaba de campamento distrajo al anciano, que desvió involuntariamente los ojos hacia pródigo animal.

Cuando volvió a buscar al magnífico Djinn con la mirada, ya no quedaba más que una brisa ronroneante que atizaba con garbo el ambiente.

Fin.

Caperucita Roja


El lobo llevaba mas de una hora esperando a que Caperucita apareciera. Una vez mas, se había comido a la abuelita y vestido con sus ropas. “La vieja está engordando” pensó viendo como le quedaba el camisón. Aquello se había convertido en una rutina; Dos o tres veces al día, alguien leía el cuento y ellos se ponían en marcha. Eran ya muchas las representaciones y se había convertido en una rutina. Si, alguna vez sustituyó a su primo en la persecución de los maleducados marranos, “Los Tres Cerditos” les llamaban. Desde la aparición de “Babe” se creían importantes. Un buen asado sería un estupendo final para ellos.

La puerta de la casa sonó. Las viejas bisagras chirriaban, pidiendo a gritos un poco de aceite. La figura de Caperucita no era ya lo que fue; Los años no pasaban en balde y la niña, había dejado paso a una cuarentona, rechoncha y alcohólica, que odiaba su personaje. Ella siempre quiso ser Blancanieves, pero no daba la talla para ser princesa. Su vestido estaba descolocado; “Se habrá entretenido con el Guardabosques” pensó El Lobo, mientras, no sin antes bostezar empezaba su actuación.

- ¡Mira quien ha venido...

Antes de que pudiera terminar la frase, Caperucita estaba desnuda, con una fusta en la mano y otros instrumentos que sacó de la inocente cestita. El Lobo la miraba sorprendido.

- Prepárate; Hoy están leyendo la versión porno.

Y El Lobo, comenzó a aullar ante las sorprendentes y ocultas artes amatorias de la antigua niña, que debajo de las sábanas, no tenía nada de inocente.

Y colorín colorado, este cuento, se ha acabado.

domingo, julio 31

Eres Leyenda

-¿Cardos?

Ella asintió sin girarse, absorta en su tarea.

-Los cardos no son flores.

-No hablo de cardos borriqueros, Robert. –Reguló el grifo para que el chorro del agua no fuera más que una suave caricia y comenzó a lavar el ramo. Los pétalos rojos quedaron bañados por lágrimas metálicas.- Me refiero a la flor del desierto. De color azul. Triste. Bella. Dura.

-Y con espinas. Me recuerda a alguien.

Virginia se giró para mostrarle su sonrisa. Respondía sin palabras.

-Las rosas también tienen espinas. –Robert se llevó de nuevo el dedo a la boca y succionó la sangre. Las manos de ella parecían invulnerables a las afiladas trampas vegetales.- Y son más bonitas. ¿No?.

-Pero en el fondo son como las demás. –Sus finos dedos arrancaron con terrible ternura un pétalo rosado.- Delicadas y débiles. Pásame el jarrón.

Obedeció su deseo. Ella acicaló su regalo, creando arte con tan sólo un ramo de rosas robadas y una jarra vieja. Las flores se acomodaron en su prisión transparente, que con los días se convertiría en un ataúd cristalino.

-Los cardos no mienten. Son lo que aparentan. Me gustan los cardos.

La miró y ella le respondió con una carcajada.

-Crees que estoy loca, pero simplemente soy un poco rara.

-Eres muy rara.

Le miró con picardía, anticipando sus palabras con un gesto.

-¿Y me quieres por eso? ¿Porque soy rara?

-No. Te quiero porque eres única.


Sonrió bajo la máscara. Casi había logrado recordar el tacto del beso. La memoria era la única compañera que le aportaba algo de humor. Se giró hacia el sur y contempló el desierto. La tormenta se colaba ya por los callejones de la ciudad y pronto lo alcanzaría. Legiones de granos de arena chocaron contra su visor, espoleados por una caprichosa emperatriz que exigía su sacrificio. El viento aumentó su furia, amenazando con arrancar los árboles y arrastrarlos hasta el horizonte rojo del atardecer. El hombre agarró con fuerza su manto, advirtiendo a la galerna de que el hurto de la prenda no sería tarea sencilla. Recuperó el aliento y continuó ascendiendo por la colina. En la cumbre, la impertérrita silueta del afilado edificio lo aguardaba con paciencia.

La tormenta le mordía los talones, recordándole que no era una buena compañera. Olvidó el peso de los cachivaches que llenaban su mochila y aceleró el paso. La puerta estaba cerca, ya podía ver un oscuro vano entre la piedra gris del edificio. Hurgó entre sus ropas y extrajo de ellas una llave anacrónica. La cerradura recibió a su amante y liberó su presa. Al instante, la puerta se abrió con un quejido de tristeza. Cerró tras de sí, y sin darse tiempo para descansar alzó la linterna. El haz de luz saludó cada tenebroso rincón de la iglesia. La oscuridad era ahora más traicionera que nunca.

Cuando por fin se sintió seguro, Robert Neville dejó caer su equipaje, se despojó del manto, depositó cuidadosamente las estacas y la pala sobre un banco y retiró de sus ojos la máscara protectora. Volvía a ser un hombre, y no una terrorífica criatura de rostro metálico. Le gustaba este lugar. La iglesia era el único sitio que mantenía intacta su quietud natural. Alzo su vista para contemplar a la figura que presidía el altar. El propietario de la finca le miraba con amor desde su incómodo descanso cruciforme. Neville sacó el papel y lo alisó como pudo. Las arrugas le daban un aspecto de pergamino solemne.

-Tengo mala memoria. Hay cosas que trato de recordar, pero no lo consigo. Fechas, palabras, nombres... Regalos, frases, eventos... Cosas sin importancia... pero son todo lo que tengo.

Aclaró su voz. Por alguna razón se sentía incómodo. Como si alguien fuera a sorprenderlo de repente. Casi se le escapa una carcajada ante la idea.

-Tengo mala memoria. Por eso he escrito aquí –alzó el papel para acercarlo a la vista de su interlocutor.- todo lo que tengo que decirte. He tardado tres días, pero el tiempo ahora me sobra.

Consultó el reloj. Quedaba poco para que empezara a anochecer.

-He estado reflexionando mucho acerca de mi situación actual. Nunca antes nadie estuvo tan solo, excepto tú. Así que sabes de lo que te hablo. Mi familia, mis amigos, mis enemigos. Todos han cambiado. Algunos han muerto. Mi hija se consume en los pozos de fuego...

Trató de apartar aquel recuerdo de su mente. El pequeño cuerpo, ligero en sus brazos. El calor en su cara. El sonido hueco de sus propios sollozos bajo la máscara. El rostro muerto de su niña consumiéndose entre las llamas, llorando lágrimas de fuego.

-Y los demás... Ya sabes lo que les ocurre a los demás. Todos han cambiado. Ellos me aterrorizan por la noche. Yo los cazo por el día. He matado cientos. Miles. Hombres, mujeres y niños. Los he atravesado con estacas. Los he disparado. Los he expuesto a la luz del sol. He penetrado en sus hogares y los he despertado de su sueño para sumirles en otro más profundo.

Giró su cabeza y contempló sus armas. Las estacas aún conservaban el rastro sangriento del trabajo de esa misma mañana.

-He asumido mi misión como algo necesario. No he mostrado ni piedad, ni compasión, pero ahora me asolan mis propios remordimientos. No puedo evitar pensar... ¿Soy cruel? ¿Acaso me he convertido en un ser más despiadado que mis propios enemigos?. Tú me creaste. Creaste a los que eran como yo... ¿Acaso son también obra tuya estas criaturas? Y si lo son ¿en qué me convierte eso a mí? ¿En un asesino? ¿En un pecador?

Fuera, la tormenta alcanzaba su esplendor. Fragmentos de tierra chocaban contra las vidrieras. Una luz rojiza se filtraba por la claraboya confiriendo al altar un aspecto demoníaco. El viento atacaba con su ariete a la vetusta puerta, que se defendía con lamentos de bisagras oxidadas.

-Creo que ellos no son tus hijos. Yo soy tu hijo, y no se parecen a mí. Puede que tú sientas que eres su padre, pero ellos no tienen nada que ver contigo. Ni tan siquiera temen tu ira. Contemplo el terror en sus ojos cuando perciben el rayo de sol, el golpe de la estaca, el estruendo del disparo. Cuando me perciben a mí. Hablan entre ellos. Susurran sus pesares. Tratan de combatir juntos sus miedos. Y no hay nada que les aterrorice más que yo. Soy para ellos una pesadilla, un mito. Soy leyenda. Pero... ¿qué eres tú?

La tempestad batía sus alas de furia sobre la frágil iglesia. Las puertas se abrieron con violencia y un torbellino ocupó la nave principal. Las vidrieras se quebraron, dejando caer una amalgama de colores sobre el suelo. El hombre alzó su voz sobre la naturaleza hasta convertirla en grito. El puño convirtió el papel en una bola de odio.

-¿¡Qué eres tú!? Eres sólo un cuento, una fábula. Eres leyenda. Tu no eres un dios, sino un traidor. ¡Traidor! ¡Tú me has abandonado! ¡Has abandonado tu misión! ¡Has abandonado tu creación! Lo has abandonado todo...

El huracán comenzó a cesar. El viento regresaba a su hogar, en los confines de los cielos. Robert cayó de rodillas.

-... y me has dejado a mí en tu lugar.

La tormenta había muerto. Las últimas luces del día entraban por la puerta. El puño del hombre liberó sus pensamientos arrugados, que rodaron por el suelo hasta perderse entre el escombro. Neville se alzó y recogió sus cosas, volvió a vestir su manto, ocultó su cara tras la máscara y una vez más sintió el peso de su misión cuando se colocó la canana de las estacas. Por última vez se giró para contemplar el rostro del reo.

-Tu y yo ya no tenemos nada que ver.

Dio la espalda a su dios y salió afuera. Desde allí se veían las tumbas abiertas del cementerio. Hoy había sido un día duro. Treinta y seis en el camposanto y otra veintena en la ciudad. Mañana debería hacer más estacas. El reloj pitó. Era la hora. Pronto ellos se alzarían. Debía apresurarse.

Tomó el camino hasta la carretera. Allí estaba la camioneta, aparcada ante el mausoleo. Había ramas y hojas por todas partes. Consultó el reloj. No quedaba mucho tiempo para la noche, pero no importaba: conduciría deprisa. Apartó la basura y limpió el pequeño templo. En el interior estaba el ataúd, el último del cementerio, anónimo, sin nombre en la lápida. Arrastrado hasta allí por él cuando los entierros eran ya ilegales. Las cenizas de los muertos debían alzarse hasta el cielo, o consumirse en los fuegos de la tierra.

Comprobó que las cadenas mantenían intacto su fuerte abrazo alrededor de la tapa. Los ajos también estaban en su lugar, pero el ramo había sido arrastrado por el viento. Robert depositó las rosas sobre la caja, y se despidió acariciando la madera. Cuando abandonaba la tumba, un escalofrío recorrió su espalda. Una voz de otro mundo le sobresaltó susurrándole palabras incomprensibles al oído. Fue más tarde, esa noche, mientras los alzados asediaban una vez más su hogar, cuando consiguió entender su significado.

-Rosas no, cariño. Cardos.

Foros web gratis
Licencia de Creative Commons
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons. BlogESfera Directorio de Blogs Hispanos - Agrega tu Blog Add to Technorati Favorites