sábado, julio 23

Hambre

Tenía hambre. Estaba sucio, hacía semanas que no dormía en una cama y no recordaba el tacto de la ropa limpia, pero eso era lo de menos. El doloroso vacío de su estómago, el frío que recorría su cuerpo, la pesadez de sus miembros... Eso era lo que importaba ahora. Tenía hambre. No había comido nada desde que aquella pareja le había comprado una porción de pizza dos días atrás. Les explicó como pudo su situación. Cómo había dejado atrás su hogar, el viaje junto a sus compañeros, su llegada al país... Les habría contado que su esperanza había muerto con la sonrisa del explotador, con las lágrimas de sus compañeros, con la mirada de desprecio con la que era recibido... Les habría dicho que no quería compasión o lástima. Sólo ayuda. Pero su conocimiento del idioma no daba para tanto.

Se acurrucó contra la pared del metro, intentando evitar que el calor escapara de su cuerpo. De vez en cuando alguna cabeza se giraba y lo miraba. La mayoría había aprendido a ignorarlo. Miró su reloj. Había sido de su abuelo. Una obra de precisión. Aquel reloj había cruzado las arenas del desierto a principios del siglo XX. Ahora en el XXI, atado a su muñeca, había cruzado el océano. Cerró los ojos para paliar el dolor de su cabeza y recordó. Recordó el sabor de la pizza en su boca dos días atrás. Recordó el rostro de sus dos salvadores. Ella era bella. Él siempre sonreía. Habían sido muy amables... el queso fundido... años atrás él habría hecho lo mismo... la sabrosa carne sobre la masa... su mujer era generosa, siempre quería ayudar... el impacto frío del refresco sobre su reseca boca... Apretó los ojos. Tenía mucha hambre.

Pensó en ir a los baños y beber agua hasta hacer creer a su cuerpo que estaba saciado, pero ya era tarde para mentiras. Volvió a abrir los ojos y trató de olvidar el dolor, de concentrarse. Ahora sólo debía existir una cosa. Si el paraíso prometido por Alá no era una mentira, debía ser como el escaparate de esa panadería. Los bollos recién horneados, los pasteles rellenos de nata, las empanadas de carne. Todo estaba allí. Las primeras horas había tratado de ignorarlo, durmiendo, paseando, rezando. Pero ese olor, ¿cómo se podía ignorar ese olor a comida, a calor, a hogar?. Había pensado en entrar y pedir alguna sobra, pero conocía cual sería la respuesta. Con lo que había ocurrido la gente de su raza no era bienvenida. Él no era un ladrón. Deploraba a los criminales. Odiaba a aquellos que creían estar por encima de la ley. Por encima de la vida de los demás. Pero ese olor... Era su condena. Sólo había una forma de hacerlo. Solo una. Dolorosa. Indigna. Deshonrosa. Un pinchazo en su vientre terminó de convencerlo. Había que hacerlo.

Se acicaló como pudo para llamar la atención lo menos posible y caminó con decisión hacia la puerta. Chocó con un par de abrigos negros. Uno de ellos dijo “excuse me” y siguió andando. Un sudor frío resbalaba por su frente. Oteó la figura negra de reojo sin dejar de caminar. Por un instante supo que era vigilado, que la policía estaba allí, que le atraparían y lo encarcelarían sin dejar que se explicara. A él. Un hombre honrado. Que tiraría al traste todo su honor, su dignidad, sus valores. Pero aquel olor. Eran sólo imaginaciones suyas. Delirios del hambre. Aceleró su paso, esquivando a las decenas de viajeros que conversaban entre sí. Por fin estaba ante la puerta abierta. El olor era más intenso que nunca y lo atraía hacia el interior. Debía ser rápido.

Estaba ante el mostrador. La dependienta se giró hacia los hornos. En menos de un segundo ya tenía un bollo de crema en su mano. Lo ocultó como pudo bajo la chaqueta y salió. Aún estaba caliente. Le impregnaba sus dedos con azúcar. Los sentía pegajosos. Deseó poder comer a través de ellos. Pero no era el momento. Aún no. Debía alejarse. Ir a los baños y dentro. Dentro lo saborearía. El pan blando, la crema del interior. Sonrió, pero duró poco. Entre la gente vio al hombre del abrigo negro. Le miraba. Se acercaba. Intentó evitarlo, pero allí estaban. Por todos lados. Chalecos amarillos. Reflectantes. Cascos. Gorras. Placas. Porras. Lo rodeaban. El abrigo negro estaba a un paso. Se llevó la mano al bolsillo y sacó algo. “Excuse me” dijo.

Corrió. ¿Dónde lo había oído? Tal vez en una serie de televisión. Dos días atrás. En la pizzería. “El miedo nos activa” dijo el protagonista “nos activa y nos dice ¡Corre!”. No le atraparían. Él estaba asustado. Ellos no. Sólo había cogido un bollo. ¿Por qué iban a temerlo?. Corrió, ocultando su tesoro bajo la chaqueta. Corrió y entonces sintió esa sensación. Ese escalofrío que te advierte que has olvidado algo. Abrigos, chalecos, cascos, gorras, placas, porras... armas.

No lo tuvo claro hasta que la gente gritó y se echó al suelo. Había oído algo. Un segundo atrás. Algo que pudo oír sobre las órdenes que le gritaban los agentes en un idioma que desconocía. Algo que sintió más fuerte que los choques contra la gente. Algo como... ¿bang? Se detuvo. El primer disparo le había atravesado el pulmón derecho. Se preguntó donde habría ido a parar la bala. Sintió los otros dos saliendo de su abdomen, desde la espalda. Cayó al suelo. Le dolió soltar el bollo, pero sus manos no querían sujetarlo más. Rodó hasta su cabeza y quedó allí. Ante sus ojos. Ante su boca. Ante su nariz. Ese olor.

Alguien le dio la vuelta. Notaba la mano de un hombre que palpaba sobre su ropa. Por todo su cuerpo. Clear!, gritó al terminar. Luego llegaron más abrigos, chalecos, gorras... ¿cómo seguía?. Oía sus voces. Sobre él. A millones de años luz sobre él. God, we done?, innocent, ambulance, gonna be good... Sonaban como una vieja canción de Sinatra. El abrigo negro le sujetó la cabeza. Tenía el pelo rubio, los ojos azules. Debía tener su edad. Le preguntó algo que no comprendió. El abrigo negro lo repitió. Tragó sangre y puso toda su fuerza en su garganta. I am hungry, dijo. Su voz era distinta. Más débil. El abrigo arrancó un trozo de bollo y se lo metió en la boca. Sabía como debía saber. Notó la fría crema en contraposición del pan caliente. El azúcar que había impregnado sus dedos estaba ahora en su boca. Estaba delicioso. Otro hombre apartó al abrigo negro. Sus ojos se cerraban, pero estaba seguro. Lo vio. Podría estar alucinando, pero no había duda. A pesar de estar en el metro, bajo tierra, lo vio. Decenas de estrellas sobre un cielo azul. Era como pensaba.

Jean encendió la tele. Había pasado el mayor susto de su vida pero quería comprobar algo. Cambió de canal, pulsando los botones del mando con frenesí hasta que lo encontró. Ahí estaba. Guardó silencio y escuchó a la presentadora. “... entes de la policía del metro han abatido a un sospechoso aún sin identificar en la estación de Central con Maine. El individuo llamó la atención de los agentes al tratarse de un varón de rasgos árabes que ocultaba algo bajo su chaqueta. Tras emprender la huída fue abatido por miembros de la unidad antiterro*”. Apagó el televisor. En esta cadena tampoco mostraban imágenes de su negocio. Aún así era una buena anécdota para contar a sus amigos. Comprobó los hornos de pan, vació el escaparate y desechó el género viejo. Fue al abrir la caja cuando lo vio. ¿Quién habría dejado un reloj tan antiguo sobre su mostrador?.

viernes, julio 22

Garrik (Continuación)


No fue el caso de Garrik. Aquel imberbe, que apenas sobrepasaba los dieciocho años, se mantenía erguido con gran dificultad sobre su caballo. Dorn, que así se llamaba el saco de huesos y pellejo que servía como cabalgadura, ya dejó sus mejores años en otras aventuras. Otro cualquiera, hubiera cambiado de montura, pero tenía un cariño especial a aquel jamelgo y no lo abandonaría por nada del mundo.

El chico, buscaba no desentonar entre los dos caballeros a los que se había unido, Dyreigo y Ehasier, del lejano pueblo de Rodimer, de la llanura Oscura. La llamaban Oscura porque durante la mayor parte del tiempo, una espesa capa de polvo, impedía que la luz del Sol llegara hasta el suelo. Sande y Kowel, eran mayores que Garrik. Los encontró cerca de la Garganta del Adiós. De allí se decía, sólo lograban salir los más afortunados.

Era habitual no realizar el trayecto de uno en uno; Los primeros en llegar, acampaban a la espera de unirse a otros aventureros. Garrik llegó la noche antes de que, un grupo de veinte caballeros, decidiera que ya eran suficientes para cruzar la Garganta.

Buscó acomodo en un pequeño hueco existente y hechas las presentaciones, se sentó junto al resto de hombres, que a esa hora charlaban animadamente. Aunque las gélidas noches hacía ya tiempo que habían terminado, todavía eran frías y hacían que uno buscara una buena hoguera y compañía.

Allí, bajo el calor del fuego y el efecto de la cerveza, hablaban de hazañas, inventadas o no, con tal énfasis que al terminar, el resto aplaudía con mayor o menor intensidad, dependiendo de la impresión creada. Entre ellos, había grandes contadores de historias, como Halwik, del pueblo de Xor, los alados. Su poderosa estampa, medía mas de dos metros y medio, junto a la envergadura de sus alas, le daban un aspecto imponente, magnífico. Cara Pico, así le llamaba el resto, contaba como, en El Paso de Orion, dos Orcos intentaron acabar con su vida.

- ¡Juro que se movían como el rayo!. Sólo mi habilidad con la espada hizo que vacilaran y huyeran. Quedarse habría significado su muerte..

El resto, escuchaba atentamente al hombre. Poco importaba si era o no cierto, o si había sido él el protagonista o no. Lo importante era divertirse y olvidar que, muchos de los que allí estaban, morirían al día siguiente.

Un cubo de agua y algo de arena apagaron el fuego y la conversación se dio por finalizada. Uno a uno, los hombres se retiraron a descansar. Todos menos Garrik, que aprovechó para sacar de las alforjas su armadura y sacudir el polvo acumulado en el camino. Y si fuera posible, sacar algo de lustre al gastado metal.

Miraba con envidia el resto de cotas, relucientes, fabricadas para la ocasión. Él se tenía que conformar con una coraza una talla mayor, abollada y con algún que otro parche. Y lo mismo podía decir del resto del equipo.

EL ALQUIMISTA


“Es justamente la posibilidad de realizar un sueño lo que hace que la vida sea interesante”.

El Alquimista es un viaje iniciático, una búsqueda interior. Santiago, el protagonista, vive en nuestro mundo, marcado por las obligaciones. Le da miedo romper las ataduras que se han formado: Trabajo, amigos...Pero sabe que algo está mal; Todos le dicen que tiene que hacer con su vida, le dirigen. Al fin, decide tomar las riendas y llevar a cabo su Leyenda Personal: “Cuando quieres algo, el Universo conspira para que realices tu deseo”.

Os podría dejar la típica opinión vacía, que habla de lo bueno que es el libro, de lo que ha vendido y más datos superfluos. Pero eso ya lo sabréis o habrá lugares que informen de ello. Yo, únicamente hablaré de lo que pensé al terminar el libro.

Muchas veces me he sentido como el protagonista. Parece que no encajas bien, que necesitas algo y no lo encuentras. De hecho, el libro llegó a mis manos de casualidad. O puede ser que aquel era el momento en el que debía leerlo y él me buscó. El caso es que, es difícil no verse reflejado en algún instante en alguna página del libro. Y eso es lo bueno; A cada párrafo leído, a cada capítulo acabado, me encontraba diciéndome “¡Es verdad!”, “Si aquel día hubiera...”

Supongo que, en aquel momento, me ayudó a ver las cosas de otra manera y pensar que uno tiene que buscar su Leyenda y no dejar nunca de lado sus sueños.

Con el tiempo, siempre olvido las enseñanzas que saqué del increible viaje de Santiago, pero basta con un vistazo rápido a sus páginas, para recordar que uno es el dueño de su destino, nos guste o no.
Otro día hablaré de “La Quinta Montaña” y de cómo lo que nos parecen muros insalvables, son sólo pruebas para forjar nuestro carácter.

jueves, julio 21

Un cuento para niños


Cuando era pequeño, mis padres dicen (y yo lo certifico), que todas las mañanas les hablaba de Princesas, Castillos, Dragones...Recuerdo que, la primera noche que pasé en un castillo (algún día contaré la historia de por qué dormí allí), soñé que, a lomos de un corcel blanco, rescataba a una dama de las garras del malvado Señor del Castillo. Al despertar, juro que dudaba en si aquello no me pasó en realidad, pero las palabras sabias de mi madre, que escuchó atentamente mi relato, me hizo volver al mundo real.

Con los años, uno pierde, para su desgracia, la ingenuidad e imaginación de esos primeros años, algunos menos que otros, como es mi caso, afortunadamente. Esta mañana, pensé en aquel Castillo, en aquel caballo y como quedaría en un relato. El relato, se ha convertido en un proyecto de novela, que todavía está “cociéndose en mi mente”.

Está escrito para aquellos que todavía lleven un niño dentro. Algunos lo catalogarán como infantil, otros como simple, pero a mi me hubiera encantado tener un cuento como este.

Ahí va la introducción y prometo, si al final la llevo a cabo, daros buena cuenta de ella.

Por cierto, todavía no tengo título, así que ¡admito sugerencias!




CAPÍTULO 1: Ko-Nur-Bast “El que escupe fuego”.


Lejos quedaban los tiempos en los que, su figura majestuosa se alzaba amenazante por encima de las colinas que dominaban el páramo. Eso fue antes de la Última Guerra, donde cayeron amigos y enemigos a partes iguales.

Ahora, apenas podía hacerse respetar por los campesinos de las Tierras Bajas. Incluso, en alguna ocasión le plantaron cara. Estaba débil pero intentaba disimularlo; Una incursión en el pueblo, quemar algunos pastos, secuestrar alguna joven doncella...Lo típico que se esperaba de un Dragón. Fuera de eso, su vida era aburrida, monótona. Cien años atrás, se aburrió de almacenar tesoros. Cuando sus escamas eran jóvenes y sentía el vigor del fuego en su interior, el intenso brillo del oro le hipnotizaba, le llamaba. Envidioso de reyes y señores, que amontonaban el preciado metal a costa de sus súbditos, pronto la emprendió con ellos. Ellos, ignorantes de lo que se les avecinaba, guardaban el oro y las gemas en un solo lugar. A Ko, nombre con el que le conocían el resto de Dragones, siempre le pareció que le facilitaban el trabajo; Un solo viaje le bastaba para dejar vacías las arcas.

Llegaba la primavera y era época de caza de Dragones. Los aspirantes a Caballero, que tenían todo un Invierno para entrenar e imaginar como sería su vida después de la hazaña de eliminar a Ko-Nur-Bast, esperaban la retirada de las primeras nieves, para emprender su marcha en busca de la Gloria.

Para algunos el camino terminaba en algún bosque cercano; Los Licántropos, que, por otras razones también esperaban el fin del Invierno, llegaban a los primeros días de Abril con el estómago vacío. Hartos de los pequeños mamíferos con los que saciaban su hambre en Invierno, aquellos ingenuos a caballo, eran todo un festín de carne fresca y abundante.

No fue el caso de Garrik...
(Continuará)

¿Por qué demonios quiero escribir?


Una página en blanco. Siempre me sonó a topicazo de escritores...hasta que intenté escribir algunas líneas. En mi cabeza, había mil historias esperando su oportunidad, pero, ninguna quedaba tal y como la había imaginado. Y luego estaban los momentos en lo que mi mente parecía vacía de relatos, de ideas. ¿Y por qué sigo escribiendo? Si cuando lees un libro, muchas veces uno se siente protagonista de lo que ocurre, ni que decir tiene que cuando pasas de lector a escritor, el efecto se multiplica por un millón. Y cuando llegas a la última línea y piensas “Ya he acabado”, notas como una sonrisa de satisfacción se apodera de tu rostro. Luego vendrá alguien y dirá: “Pues no es tan bueno” o “¿y eso es lo que has escrito?”, pero mientras tanto, con sólo una persona que te diga “sigue adelante”, “me has hecho sufrir, reír...” notas que ha merecido la pena tu entrega y el tiempo que parecía perdido.
Ya sé que, posiblemente, nunca pase de aficionado, pero mientras espero, imagino la próxima aventura que viviré a través de mis historias.
Y con eso, por ahora, me basta.

Víctor

Acaba de coger el desvío de la carretera. Una erupción de graznidos, de ramas partiéndose y bailando entre las formas negras de los cuervos le precede. También puedo oír ese roneo de motor trucado a tres kilómetros. Al muy gilipollas le gusta anunciarse. Aunque esta vez me temo que voy a romperle el corazón: no pienso perder el tiempo en prepararle una emboscada.
Me pregunto si se atreverá a subir hasta aquí con la moto. El camino de tierra no es muy jodido, pero lo que lleva no es una Harley, sino otra de las mierdas de réplicas japonesas de las que está tan enamorado. Tal vez, sencillamente, sea porque el cabeza–polla de su jefe no le paga tan bien; aun así, si por lo menos fuera un buen mecánico, alguna vez conseguiría algo decente con todo esa chatarra...
O no. Tampoco es que nunca se le haya dado demasiado bien juguetear con nada que tenga más de tres piezas. No sabe muy bien dónde van las palancas y dónde los agujeros. Así le va con las mujeres. Luego el muy idiota gimotea acerca de que tiene tan, tan mala suerte. Dan ganas de gritarle: ¡No es mala suerte, muchacho: es que por si fuera poco sólo eres capaz de ira por las frígidas!
Le deben haber hurgado tanto la cabeza en ese sitio que le han lobotomizado sin darse cuenta, porque hay demasiado cosas que no me explico.
Encima ya ni siquiera sabe ganarse el respeto de sus chavales, es increíble.
Me encontré a un par de ellos en Genosha, hace unos meses. Estaban ayudando en la reconstrucción. Yo... bueno, dejémoslo en que había ido a resolver un par de asuntos. Para mí la ciudad no había perdido demasiado con la remodelación. Por lo menos había bares nuevos. Lo que no sé qué coño hacían ellos en un barrio como ese. Iban tan felices y sonrientes tras pasarse el día cargando escombros...

Tuvieron suerte de dar conmigo. Esos uniformes de spandex eran una invitación para que el primer pervertido que pasase por ahí les reventara el culo. Y lo mejor es que los chavales no me conocían. Bravo por Xavier: ¡eso sí que es prepararles para la vida real, cabeza–polla! En fin, como en el fondo soy un buen tipo, me dispuse a rellenar todas sus lagunas.

Así que me los llevé de putas. Y mientras dos se entretenían con una de las banshees que rondaban el campamento de los Cascos Azules, el tercero empezó a contarme sobre el hobbit. Porque es así como le llaman, sus queridos alumnos. Mientras se pasea con sus pintas de macarra de mala película de los setenta, ese montón de puñeteros críos le señalan y dicen:

–¡Mirad, por ahí viene Frodo!

No, si esperarán que todos los tipos que tienen más de cien años midan dos metros y medio. Por lo menos el cabrón tuvo suerte y parecía humano.

De todos modos me hizo mucha gracia. Hasta me sentó bien reírme. Por eso simplemente le rompí los brazos, en lugar de arrancárselos. Total, la lección iba a aprenderla igual.
–Respeta a tus mayores, niño.
Por supuesto, “Frodo” no me dará las gracias por esto. Él está por encima de estas cosas, es un superhéroe, el mejor en lo que hace, blablabla... Imbécil. Está acabado. Ahora no podrá salirse nunca de la línea que le marcan. Va de duro, qué coño, se cree que fue él que inventó lo que significa ser duro, pero no es más que otro... pues eso, lo que he dicho antes: otro gilipollas.
Mierda. Y además se está tomando su tiempo para llegar. Ya se me ha terminado el whisky, las tres botellas, y no me siento ni la mitad de borracho que debería para enfrentarme esto. Odio esperar, y no es porque preocupe por mí: sé que si cualquiera de los dos no está a la altura tendrá que morir. Así es el pacto. Pero lo peor es empieza a importarme que ese no sea yo.
A tomar por culo, él ya está aquí. Ha dejado la moto, piensa que podrá sorprenderme si viene a pie. O por los árboles. Busca la ventaja: es más pequeño, más sigiloso que yo. Muy listo. ¿Quieres usar la cabeza? No va funcionarte, hoy es un día especial. Y ya sabes lo que ocurre los días especiales.
La ventaja es mía.
–¡Sal para que te vea Logan! ¡Ven a darle un fuerte abrazo de cumpleaños a tu padre!
Je. Esto siempre le hace perder el control.

miércoles, julio 20

La Carrera



El calor era insoportable. Nadie en su sano juicio intentaría ascender al mediodía aquellos monumentos al sacrificio. Nada le importaba, ni a él ni a sus compañeros de fuga, de los que ya sólo quedaban tres, que, animados por el numeroso público a su alrededor, olvidaban los kilómetros recorridos, ni las cimas coronadas. ¡Que distinto era el calor de aquella gente, que hacía olvidar el que el Sol les regalaba!.

“Ganar en Los Alpes”. Eso y no otra cosa, había soñado El Clicista desde sus primeras pedaladas. Y allí estaba él, a menos de dos kilómetros de la cima y más importante, de la gloria. La empresa no se presumía fácil. A cada movimiento de manillar, a cada esfuerzo sobrehumano para ganar metros a la empinada carretera, las fuerzas iban disminuyendo. En el rostro de todos, el sudor se mezclaba con el polvo y hollín de los coches que les precedían.
- ¡Vamos!- gritaban algunos aficionados, al reconocerle – Hoy es tu día.

“Mi día”, pensó al recordar todo lo que había vivido en el trayecto hasta aquel momento. La primera bicicleta vino con la venta de algunas joyas de su madre, el primer maillot, con el primer sueldo de su hermano. A cambio, el fue el mejor desde juveniles. Siempre tomando en cuenta los consejos de entrenadores, profesionales...Si no se permitía salir por la noche, no lo hacía, aunque una sana envidia le recorría el cuerpo al escuchar a sus amigos hablar de sus correrías nocturnas.

La pancarta de un kilómetro apareció tras una curva. Una pedalada de más daría al traste con sus anhelos. Había que conservar la cabeza fría, aunque el corazón, mezcla de fatiga y ansiedad, empezaba a desbocarse.

Trescientos metros; De los tres, el más valiente salta, intenta llevarse la presa. Le puede mas el corazón que las fuerzas y a escasos cien metros es alcanzado por los otros dos.

El ciclista, mira a un lado, a otro...Nadie va sobrado y menos él, pero es ahora o nunca. Al fondo, la linea de meta. “Es mía” se dice, mientras se acopla en su bicicleta hasta hacerse uno con ella. Tira de riñones, de la poca energía que le queda.

Alza los brazos cuando comprende que es el vencedor.

"Siempre quise ganar el los Alpes"

El duelo


Las espadas en alto avisaban de la cercanía del duelo. Maestro y discípulo, anciano y joven, frente a frente. Los árboles, conocedores de lo que se jugaban, olvidaron por un momento la suave brisa de la mañana y plegaron sus hojas. El Sol, que a esa hora despuntaba, pareció esconderse tras algunos jirones de nubes que salpicaban el cielo. Los dos hombres conocían las reglas: Un solo aprendiz y un solo maestro. Así había sido desde el principio y así seguiría mientras hubiera alguien dispuesto a aprender. Y había nuevo alumno en el camino. El chico, observaba atentamente a los espadachines; Músculos tensos, mirada fija. No había tristeza ni resentimiento en el combate, sólo la confianza de hacer lo correcto. Un saludo indicó el comienzo de la lid. Respiraron profundamente y se abandonaron a la lucha. No regateaban en esfuerzos; Una finta aquí, una estocada allá...Mantenían la posición y la distancia con elegancia, como tantas otras veces. Se conocían lo suficiente como para anticiparse a los movimientos, y la contienda prometía ser larga.La primera sangre cayó del lado del Maestro. “No está bien” pensó mientras daba un respiro a su antiguo discípulo y ahora enemigo. “¿Habré preparado bien al destinado a sucederme?” se preguntó mientras observaba como, al que consideraba su hijo, buscaba algo de aliento. Por dos veces retrasó el anciano su posición, esperando que los segundos regalados a su oponente, equilibrara la balanza. El joven, desconcertado, miraba la sangre que brotaba de su brazo izquierdo. Pensaba en el retorcido juego que el
Destino decidió hacerles jugar; Sólo la muerte de uno de ellos, permitiría al muchacho vivir. Ese era el pago reclamado por la Muerte. A cambio, les regalaba una vida llena de placeres sin medida, sin preocupaciones.

El discípulo, apretó los dientes y, armado de valor, terminó con la momentánea paz. Otra estocada, esta vez al aire, recordó al Maestro que aquello no estaba decidido. El joven, con fuerzas renovadas, brazo firme, afianzaba su posición a cada paso, dispuesto a terminar con la disputa. El anciano, sonrió, aceptó el desafío, y, lo dobló. Las espadas, cortaban el aire a velocidad endiablada. El suelo, era testigo de la ferocidad del combate y recogía, una a una, las gotas de sangre de los oponentes, que apenas notaban las heridas inflingidas.
El duelo parecía condenado a unas tablas eternas, pero el paso de los años no perdona, y mientras que el joven, compensaba su menor experiencia con la pasión del combate, el anciano, cansado ya de guerras y muerte, notaba, por primera vez, el peso de la espada y quien sabe si el de los años.

Fue un suspiro, menos de un latido. El Maestro abrió su defensa, quien sabe si en un descuido y su alumno aprovechó para atravesarle el pecho. Retrocedió asustado; Su mentor, su amigo, su padre, escupía sangre. Antes de que cayera, raudo, se acercó hasta él, sujetando su cabeza con cariño.- ¡Juro que no morirás!- decía entre sollozos.- Así debe ser. Yo ya recorrí tu camino y mucho antes lo hizo mi Maestro. Ahora, déjame y lleva al muchacho contigo. Tenéis mucho camino que recorrer.

Antes del último aliento, el Maestro apretó fuertemente el brazo de su discípulo y simplemente, dejó de respirar. Podía morir satisfecho, el joven había vencido al anciano. El testigo había sido pasado a un nuevo Maestro.

El último cigarrillo


¿Alguna vez os habéis parado a pensar que nadie cuenta nunca cómo fue su último cigarrillo? No, no me refiero a lo que le costó dejarlo ni a la pasta que se le escurrió en parches de nicotina y chupa-chups. Estoy hablando de cómo fue ese cigarrillo en concreto, el último. El punto cero en el que dices “se acabó, ya no habrá más”.
Porque lo que sobran son historias acerca del primero, estoy convencido, aunque ninguna de ellas valga gran cosa. Yo no voy a deciros que la mía, desde luego, sea la excepción, pero de todos modos aquí va: porque todo final tiene que tener un principio.
Creo que cuando empecé todavía no había cumplido los trece. Podéis escandalizaros si queréis, pero me parecería una estupidez. Yo crecí en un circo, mis padres eran acróbatas. Ese era un mundo muy diferente al vuestro. En cualquier caso, no temáis por mi inocencia: el tabaco es el único vicio en el que fui precoz.
Fue durante un viaje en tren, supongo que durante la última gira nacional, la del otoño antes de Gotham. Estaría haciendo, como siempre, alguna tontería para Marjorie, la pecosa hija del director de escena, no recuerdo bien el qué. El caso es que empezó a perseguirme y así, a la carrera, acabamos en el vagón restaurante. Ahí casi nos dimos de chocamos con Ralph, el hermano mayor de Marjorie. Sólo nos sacaba un año, pero aun así empezó a amenazarnos con patearnos el culo hasta Nueva York si le decíamos algo a su padre. A Marjorie esas bravatas no le impresionaban ni lo más mínimo. Era todo un carácter a su edad, ya me entendéis.
–Si quieres que cerremos el pico más vale que nos des uno a mí y otro a Richard.
Richard me llamaba siempre, nunca Dick. Ni, gracias a Dios, Dicky. Me molestaba un poco, sí, que no usara el diminutivo, pero no hubiera soportado que riera de mí. En el fondo, ahora lo sé, fue mi primer amor: supongo que ahí viene mi debilidad por las pelirrojas.
Lo cierto es que nunca supe muy bien qué fue de ella, después de lo de mis padres. Me telefoneó, me estuvo escribiendo durante casi medio año, pero ni siquiera me molesté en contestar. Tampoco le devolví ninguna llamada. Es normal que se acabara cansando, no podría culparla, pero es que los remites de Washington, Metrópolis, Central, Chicago no tenían ningún significado para mí. Era como si hubieran cortado mi vida en dos con una espada de hielo y la mitad que dejaba atrás –el circo, mis amigos, mis padres, toda mi infancia– sólo fuera un eco sordo, adormecido por debajo del muñón.
Sin embargo, aquella noche, la de mi último cigarrillo, sí estaba pensando en Marjorie. Acurrucado entre los arbustos, cerca del único árbol del jardín que rodeaba la Mansión, mientras jugueteaba nervioso entre calada y calada con las cerillas que acababa de robarle a Alfred. Era una chiquillada, él seguramente ni se habría dado cuenta, igual que tampoco había descubierto el escondite del tabaco, pero de repente volvía a sentirme culpable. Aunque no era la misma culpa que las otras veces. Esto era peor. Ya no se trataba de mis padres, sino de los demás. Les estaba fallando a todos. Empezando por Bruce, sobre todo por él.
Al principio, lo confieso, no me gustó. No entendía que iba a querer de mí aquel imbécil millonario que salía en las revistas siempre medio borracho y rodeado de chicas guapas. Pero no tardé en darme cuenta que eso era sólo una fachada. Parecía un buen tipo, se preocupó de que no me faltara de nada. Respetó mi espacio, ni se le ocurrió lucirme como un mono de feria para que toda la gente bien de esta ciudad viera lo maravillosa persona que era. De verdad creía que podía ayudarme a superar el golpe.
Yo tuve que haber sabido ser más agradecido. Me había abierto la puerta de su casa, me estaba dando una vida como la que cualquier chaval soñaba. Ahora era rico, ¿sabéis? Y, sin embargo, cuando por fin se lo pregunté, porqué se molestaba, y él me contó lo de sus propios padres, sólo se me ocurrió contestarle aquello:
–Ni con todo tu dinero podrás convertirte en los míos.
Le dolió, lo vi en sus ojos, y sé que os va sonar a tópico, pero había algo más en ellos en ellos, algo hasta me asustó. Fue como si se hubiera levantado un velo en ese momento, y detrás sólo hubiera un abismo y una tristeza que estaba mucho más allá de la tristeza. Perdonándome si no se me da muy bien explicarlo, pero es que nunca he vuelto a ver una mirada como aquella –estoy completamente seguro de que ninguno de vosotros tampoco–.
Y creedme cuando os digo que a lo largo de mi vida he visto muchas cosas.
El caso es que Bruce y yo estuvimos cuatro o cinco días sin hablar. En realidad, sencillamente, él se limitó a evitarme. Cenas, fiestas, reuniones de trabajo. No pisó la Mansión. No es que yo tuviera motivos en realidad, pero empecé a sospechar que estaba a punto de darme la patada. Que se había cansado de su huésped quejica e ingrato y que una mañana me despertaría con una maleta y los de Asuntos Sociales esperándome en la puerta. Y todo porque yo no había sido capaz de estrechar la mano que me tendía.
–Soy un estúpido, lo he vuelto a estropear todo. –recuerdo que les dije a las sombras bajo el árbol, mientras arrugaba el paquete de cigarrillos en mi puño. Tenía tantas de golpear a alguien. A cualquiera, a mí mismo.
Entonces, él llegó.
En el primer instante pensé que la noche se había puesto a caminar hacia mí. Luego me di cuenta de que era un efecto de la capa: se comía toda la luz de la pobre luna creciente, reflejándose en aquel jardín bajo la niebla de Gotham.
Casi no necesité ni ver su máscara para saber quién era. Todo el mundo había oído hablar de él. Unos decían que era un loco. Otros, un fraude. Algunos incluso pensaban que era un héroe, yo, con mis catorce años entre ellos. Entendedme, yo era apenas un crío.
Richard Grayson no podía tenerle miedo, Richard Grayson era una también víctima.
Pero cuando se acercó más, cuando sus ojos emergieron de la oscuridad que era su rostro, cuando los reconocí, os juro que temblé como pocas veces he temblado en mi vida. Su cuerpo, cada uno de sus movimientos era distinto. Y aún así, ya no podía engañarme.
–Bruce...
Aunque él no me estaba mirando a mí, sino a lo que llevaba en la mano. Cuando lo recuerdo, no puedo evitar reírme. Fue tan ridículo: el Murciélago me acababa de pillar fumando a escondidas.
En ese momento me quería morir. Él debió notarlo y sonrió, una mueca extraña en su medio rostro descubierto. Y habló, con una voz como nunca le había oído antes. Profunda, cálida. Terrible.
–Tira esa porquería, Dick. Tienes cosas mejores que hacer con tu tiempo. Hay mucho que quieres aprender y hay mucho que quiero enseñarte.
Sobre lo que siguió podéis pensar lo que queráis, por ahora esta historia acaba aquí. No sé muy bien porqué os la he contado. A veces, sencillamente, pesa mucho el silencio. También a alguien como yo, no me importa reconocerlo. Así es como soy. También es mi legado.
Incluso cuando a veces vuelven las ganas de fumar para decirme que, después de tanto tiempo, sigo sin tener remedio.
este, por supuesto, es para Jotace

martes, julio 19

James


Lo siento, pero aquel sólo era otro nombre. Uno de tantos. Fui yo el que te lo di, cierto, pero nunca creas que por esto me has llegado a conocer. Ni siquiera yo mismo puedo convencerme de que no mentía. Tú lo sabes: no tengo recuerdos, sólo un millón heridas para hablar de mi historia. Las que nunca verás en mi cuerpo, las que llevo en el alma.
Si es que puedo permitirme el lujo de pensar que tengo un alma.
Ahora, por supuesto, también existe un nombre. Este quizá también sea falso, pero no lo sé: se parece demasiado al que recorre cada noche de mi memoria igual que aquella sucia cicatriz, la cabellera rojiza junto a un lago entre montañas, el aroma que nunca me perteneció. Y también la sangre entre mis manos. La enorme casa muerta. Un rostro destrozado por tres cortes de hueso y terror.
Las garras.
A veces me pregunto si quizá aquel rostro era el mío. Ojalá. Me pregunto cuál de los dos murió en aquel combate.
Pero no, ya no soy el que fui. Tampoco soy el que seré. Esto es fácil entenderlo. Al menos, así lo aseguran mis amigos. Mis amigos, sí. Guárdate el sarcasmo. He recorrido tantas veces el camino de ida y vuelta a la locura que ya ni siquiera me importa en quién debo o no debo confiar. Y cualquier hombre está acabado si siempre lucha solo. Aunque sea el mejor en lo que hace.
De cualquier forma, un amigo es mucho mejor que cualquier hermano. Eso lo aprendí de ti. Aunque no eres el único, sí fuiste el primero que juró que me mataría para después acusarme de haberle traicionado, de ser un monstruo. O un animal. Para algunos no hay apenas diferencia. Para mí tampoco: no me engaño, como crees.
Sé perfectamente que ninguna excusa me convertirá en un héroe.
Pero siéntate, no tengas prisa. Aún tenemos tiempo para una última charla. Es curioso. Al principio no me di cuenta de a quién que te referías. Hacía mucho que nadie oía a nadie pronunciarlo. Los cosas cambian a toda velocidad, ya lo has visto. Olvidar casi siempre es lo más fácil.
Da lo mismo: sírvete una copa y vamos a brindar. Brindaremos por todos los muertos y por las batallas. Por lo que hemos dejado atrás y por todo lo que nos espera.
O brindaremos sólo porque es el momento de pelear.
Feliz cumpleaños, Víctor. Tienes suerte, tú siempre supiste cuál era tu nombre. A mí, si no te importa, por ahora me puedes llamar James.

Pesadilla


Abro los ojos, todo está oscuro, negro. Mis oídos buscan algún sonido y les responde el silencio. Mis pulmones suplican aspirar una bocanada de aire limpio, y sólo les puedo ofrecer una porción parte del aire infecto, denso, irrespirable que me rodea. Algo se está moviendo...deslizándose por mi cara . Intento quitármelo de encima. Uno, dos, tres veces intento levantar mi mano...no responde. Tampoco el resto del cuerpo. La angustia se apodera de mí, ¿Qué ocurre?,¿Dónde estoy?...Un gusano, creo que es un gusano lo que recorre mi rostro. No es el único; Alguno mas se ha unido y los noto en mis oidos, en mi nariz, en mi boca. Grito, pero nada sale de mi garganta.
Huele a madera y tierra...Empiezo a comprender...¡Estoy enterrado!. Tiene que ser un sueño, una pesadilla.Cierro los ojos, esperando despertar de este horror.

Abro los ojos, todo está oscuro, negro...

Kansas (y II)


Las espigas seguían creciendo. El maíz susurraba al viento una canción de calor. No es que a él le molestase el calor. Simplemente lo sentía envolviéndole la piel como una ligera brisa. Estaban tumbados entre las hileras, y la tarde avanzaba
-Puedo hacerlo.
-No, no puedes -dijo Lana.
-¿Qué me darías si te lo enseñara?
Ella se pasó una mano coqueta por la melena pelirroja.
-Pídeme tú.
Él se dejó sugerir por la tarde y el deseo de la adolescencia. Le susurró al oído. Ella se rió. Fue como una luna roja en un cielo de pecas.
-¿Un beso? Clark, por Dios, eres tan crío.
Él se sintió avergonzado. Ella se dio cuenta.
-De acuerdo, Clark. Demuestrameló y yo te daré algo que te gustará.
Él tendió la mano y cogió una mazorca. Casi estaba a punto para la siega. Apenas faltarían dos semanas. Arrancó un puñado de granos de maíz y los sostuvo en la mano. Ella no le quitaba la vista de encima. Él miraba los granos fijamente. Lentamente empezaron a zumbar en su mano, hasta que con una sucesión de pops se convirtieron en palomitas.
Ella se rió, asombrada. Cogió una y se la metió en la boca.
-Guau, ¡esto es genial!
-Te dije que podía hacerlo.
Ella comenzó a desabrocharle la camisa. Ahora le tocaba dar una muestra de su habilidad.
Os parecerá curioso, pero a Clark los poderes de ella le parecieron infinitamente más interesantes.

lunes, julio 18

Newcastle


El tipo que se sentaba al lado del viejo comenzó a escupir sangre y trocitos de lengua en mitad de los temblores, y apuesto lo que queráis a que aquellos chasquidos eran sus hombros dislocándose. Aunque no vi fue que nadie moviera un dedo por socorrerle. En fin, era su problema si el loa o el elemental o como mierda quisieran llamarle no le había encontrado digno. Yo me limité a encenderme otro cigarrillo para tratar de quitarme el regusto empalagoso, como a miel meada, que me había dejado la pócima.
Lo que de peor leche me ponía era percatarme de acababa de tirar 60 libras a la basura sólo porque no era lo bastante estúpido como para que aquel montón de paridas me hiciera el menor efecto. Y todo el mundo sabe que a los escritores no nos suelen pagar ni muy a menudo ni para nada bien.
Así que decidí que lo mejor era largarme, antes de que cualquiera esos mamones se asustaran y encima se les ocurriera que tal vez lo mejor era llamar a la policía.
Rompí el círculo sin la menor ceremonia y noté cómo el viejo me fulminaba con la mirada, pero era mejor ignorarle y caminé sin ninguna prisa hacia el guardarropa para recuperar mi raído sobretodo. Además, afuera hacía una noche de perros y no me sentía con ganas de encamarme con la señorita Neumonía. Por si acaso, también me serví al azar de uno de los paraguas, uno grande y con motas azules sobre blanco. Eso era justo lo que me faltaba para parecerme a la jodida Mary Poppins...
Al salir, el matón de la puerta hizo el amago de ir a retenerme, pero supongo que en el último segundo debió recordar a quién tenía delante y se detuvo a mitad del gesto. Bueno, por lo menos había alguien con medio cerebro en esa casa.
Ya en la calle, volví a repetirme que tenía que haberle hecho caso al periodista ese amigo de Clive que se empeñaba en fuéramos a tomar una cerveza cada vez que me veía. El chaval ya me había dicho que ellos eran un fraude nada más contárselo, que ni se me ocurriera participar. Aunque la verdad es que eso ya lo sabía de sobra. El problema era que, seguramente, ellos pensaban que yo también lo era.
Al menos esto les enseñaría a no jugar a juegos de mayores.
-Vaya -susurré para mí-te estás tomando muy en serio lo de estar trabajando con los yanquis. Ya empiezas a hablar como un puto super-héroe.
Solté una risotada amarga a la que nadie prestó atención en esa calle solitaria y mojada. Entonces me acordé de lo que el dibujante me había pedido un par de semanas antes. "Hey, Alan, me encantaría que el personaje ese nuevo que estás rumiando se pareciera a Sting. Daría mi brazo por dibujar a Sting".
Bueno, quizá lo de dar el brazo era una exageración mía, pero lo de Sting iba perfectamente en serio. Qué demonios, no estaría nada mal como broma. Sting contra las fuerzas de la Oscuridad. Y lo más gracioso era que los editores iban a tragar. Daban palmas con cualquier cosa que les ofreciese, se corrían simplemente con pensar en Mamá Bretaña.
Al pensarlo me volvió el buen humor y me dediqué a canturrear rimas con "Sting" hasta que llegué a la destartalada estación de tren. Al verme, un grupo de chavales rapados que estaban sentados en los bancos junto a la escalinata se dieron golpecitos cómplices, me señalaron y empezaron a levantarse.
-¿Dónde vas, greñas?
Pero se olvidaron de mi en cuanto uno de ellos tropezó con una alcantarilla inundada y empezó a berrear que se había roto la rodilla contra el bordillo.
Traté de serenarme y no reírme en voz alto. Tal vez esa porquería sí que se me había subido un poquito a la cabeza. Y aún me quedaba un par de horas hasta el próximo tren. Vaya perspectiva.
-En fin -me dije-: ya me preocuparé de encontrarle a este cabrón un nombre cojonudo cuando llegue a Newcastle.

domingo, julio 17

No me sobrevivirás

No me sobrevivirás.
Aunque la justicia no sea justicia en este mundo de hombres,
aunque en el momento presente tu fuerza sea más fuerte que la mía,
yo te aviso, te digo y te maldigo: No me sobrevivirás.

Goza, pues, de éste, tu último instante
de lujuria, pasión y arrebato.
Goza, pues, de poseerme, robarme y tenerme.
Del gozo de someterme, del dominio que te domina.
Porque sin saberlo, debes saberlo: No me sobrevivirás.

Aunque hayas urdido seguirme hasta este lugar callado, hacia esta hora silente,
aunque hayas podido rasgar mis ropas, separar mis piernas,
imaginar gemidos que no profiero, sollozos que no te ofrezco,
recuerda estas palabras que a mí me digo: No me sobrevivirás.

Porque ahora y aquí, inmersa en la desdicha que me impones,
en el gesto que me profana,
llega hasta mí la bruja-madre y, con ella, la maldición que me permite decir: Sangrarás.

Apresúrate, cabalga presto hasta el placer que ansías, pobre iluso.
Porque es allí donde te espera el conjuro que conjuro. Sangrarás.

Eyacula, eyacula. Que en ese, tu esperma, se gesta tu muerte.
Gusanos putrefactos y voraces, de dientes afilados inundarán tu semen.

Y morirás devorado desde dentro, en ese lento avance de tu semilla
que por fin traducirá lo que habita en tu alma enferma: Gusanos, gusanos, gusanos.
Miles de gusanos con ojos y babas y patas
que te destrozarán entero, recorriendo tu cuerpo.

Ahora. Empiezas ahora - ¿verdad? – a saberlo, sentirlo y sufrirlo: NO-ME-SOBREVIVIRÁS.

Personajes literarios: El Capitán Alatriste


"No era el hombre más honesto ni el más piadoso, pero era un
hombre valiente. Se llamaba Diego Alatriste y Tenorio, y había
luchado como soldado de los tercios viejos en las guerras de Flandes."
Le imagino en la taberna del Turco, apurando la jarra de vino, acompañado de Quevedo, quien le cuenta el último rumor de palacio. Iñigo Balboa, el mozalbete que le acompañaba en los últimos años, escuchaba atentamente la conversación, a la espera de de un silencio, en el que preguntar por Angélica de Alquézar, amada y enemiga al mismo tiempo.
"El Capitán", que así le llamaban desde un episodio en Holanda conservaba su dignidad y llenaba su bolsillo alquilando su destreza a aquel con dinero y deseos de venganza, pero con poca destreza o valor como para solventarlos con su espada.
Desengañado de esa España que agonizaba, Alatriste, aún rodeado de gente, era un hombre solitario, aún rodeado de gente. No albergaba esperanza alguna para él y conocía lo suficiente su oficio para saber que encontraría en alguna esquina a alguien mas joven y hábil con la Espada y la Vizcaina. Sabía que, antes o después eso ocurriría, lo único que quedaba es que la Muerte marcara el día y la hora en su calendario. Ese día, antes de caer, tenía la certeza de que alguno de sus oponentes caería antes que él, y sabía que no suplicaría por su vida. Si las cartas vienen mal dadas, sólo quedaba apretar los dientes y vender cara su derrota.
Su porte serio no invitaba a muchas bromas, y alguno probó el acero de su espada por un "déjeme de mirar si no quiere que salgamos a malas". Era duro, de pocas palabras, aunque no rehuía de su amigo Quevedo, al que respetaba y quería a su manera.
No se arrepentía de nada y nunca había matado por placer. Muchos habían caido bajo su espada, pero siempre por encargo o en batalla. Allá en las tierras de los infieles protestantes, dió buena cuenta de muchos, siempre a las órdenes de capitanes en busca de la gloria eterna. Nunca festejó ninguna muerte, pues sabía que luchaba por Reyes y gobernantes, en un tablero de ajedrez donde era un peón al que sacrificar si era necesario.
El Capitán, tenía el alma muerta ya, y sólo dejaba pasar el tiempo, hasta que su cuerpo se diera por enterado.

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